Te veía por las calles con las manos agrietadas por el frío y el peso de las bolsas. Esperaba todas las noches en el mismo banco de madera, bajo la misma neblina que respirabas. Entre bocanadas suspirabas algunos versos. Amaba oírlos, ver tu boca moverse apenas poniendo en funcionamiento las sombras. Amaba perseguir las sombras junto a ti, verte entregándote dócilmente a la noche. Recuerdo cuando tú y la noche eran aliadas. En aquellos tiempos solías atarte el pelo por miedo a que te descubrieran de imprevisto. Tus ojos solían fosforecer como si recordaras permanentemente algo. Caminabas pausadamente escribiendo con tus huellas tu historia sobre el pavimento mojado. Usabas el ritmo de tus pasos para respirar. Nunca mirabas para atrás, aún cuando oías pasos detrás de tí. Las callecitas te esperaban siempre expectantes, como te esperaba yo.
Recuerdo como de lejos parecías una figura recortada sobre la luz de las marquesinas. Eras inconfundible, acaso porque el viento jugaba con tu ropa cariñosamente. Quizás por eso no lo desafiabas ni te preocupabas por su empuje. Eras la única con bufanda, la única con frío. Nunca supe tu nombre pero lo imagino simple y común, no como la ambiciosa tapa de un libro. Nunca lo necesité, siempre me bastó con observarte.
En esas noches largas de invierno me hubiese gustado hablarte, acercarme y completar alguno de tus versos. Tal vez debería haber dicho algo la primera vez que te vi cuando supe que te recordaría. Ahora te olvido porque es inexorable, es parte del juego. Las calles se borran de mi mente, se borra el frío y tus ojos. La gente a mi alrededor se pone de pie y aplaude mientras los últimos actores saludan; tú apareces última. El telón se cierra delante de ti y la gente se prepara para irse.